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Reflexiones vivas - Documentos - El sentido profundo del juego y la fiesta IV - Las fiestas iluminan el sentido de la vida
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  • Ética privada y ética pública
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  • La experiencia estética, glorificación de lo sensible
  • El poder formativo de la música
  • Una clave para una enseñanza eficaz
  • Romano Guardini, una vida consagrada a la verdad
  • La responsabilidad de los medios en el fomento de la paz
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  • La belleza de la armonía entre naturaleza y cultura
  • La creatividad en la vida cotidiana (primera parte)
  • La creatividad en la vida cotidiana (segunda parte)


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    EL SENTIDO PROFUNDO DEL JUEGO Y LA FIESTA IV

    Las fiestas iluminan el sentido de la vida

    Alfonso López Quintás

    Cuando el hombre y las realidades que lo rodean hacen juego y se encuentran y enriquecen mutuamente, surge la fiesta. Toda fiesta –familiar, social, religiosa…- se basa en la transfiguración que produce el encuentro. El encuentro transfigura el espacio físico y lo convierte en espacio lúdico. Transfigura el tiempo que es mera sucesión de instantes monótonos y lo trueca en ámbito de creatividad. Estás oyendo una obra musical y lo único que prende tu atención es el tempo, el impulso interior que enhebra las notas, los acordes, los temas, y los ensambla en una red de formas expresivas. El tiempo del reloj va discurriendo entretanto, pero soterradamente, sin hacerse notar, porque es sobrepasado y sobrevolado por el tiempo creativo, propio de la música.

    El tiempo y el espacio festivos albergan un sentido peculiar, que brota del juego mismo que es el encuentro. Ese sentido es una fuente de luz para comprender el alcance de nuestra vida. De aquí se deduce que a la fiesta la luz le viene de dentro, de su misma génesis, como sucede a un encuentro entre amigos, a una obra de arte, a la interpretación de una obra musical.

    La vida humana se vuelve festiva merced al ideal de la unidad

    La transfiguración festiva de nuestra vida acontece cuando la orientamos hacia el ideal de la unidad, que es el ideal del encuentro. Cuando nuestra vida es configurada en todo momento por el ideal del encuentro -el ideal exigido por su ser más profundo-, se llena de coherencia y armonía, y, por tanto, de belleza y de luz. Se vuelve, con ello, festiva. Cuando, en el Ofertorio de la Misa, el sacerdote ofrece a Dios el pan y el vino –“fruto de la tierra y del trabajo del hombre”- se ensambla armónicamente todo cuanto existe: los cuatro elementos del “ámbito cuatripartito” de que hablaba el llamado “segundo Heidegger”: cielo y tierra, dioses y mortales. Ese momento marca el instante más festivo de nuestra vida, es decir, el más abierto a todo lo que ésta abarca, el más jubiloso y radiante, pues nunca irradia nuestra existencia tanta luz como cuando nos unimos a los seres del entorno del modo más entrañable, que es el que se da al asumir las posibilidades que nos ofrecen. Ya sabemos que la forma óptima de unirnos a una realidad es asumir activamente las posibilidades que nos ofrece. Esas posibilidades proceden en última instancia del Creador del Universo. Al ofrecerle agradecidamente esos dones, nuestra vida gana un carácter eminentemente festivo, con un tipo de fiesta que colorea toda nuestra vida. Nada extraño que hasta las realidades más humildes adquieran un carácter luminoso, colorista, encantadoramente atractivo: el espacio, el tiempo, la luz, los trajes, el ritmo del andar –en el baile-, el ritmo del hablar –en el canto-.


    Una fiesta -al igual que una ceremonia importante: un acto de proclamación o consagración...- constituye un foco luminoso que arroja su luz sobre el conjunto de la vida, pero esta irradiación no tiene un carácter artificial, como si la fiesta proyectase sobre la vida de quienes la celebran un aura de sentido que en ella no existe germinalmente. Este sentido ya existe, está brotando en ella a modo de resplandor en cada instante. Sólo falta tematizarlo, darle cuerpo y volumen para que aparezca incluso de modo visible y plástico.

    Esta labor tematizadora es difícil y fecunda. Difícil, porque nos exige tener intuición suficiente para captar el sentido de la relación del hombre con las entidades de su entorno y capacidad para plasmar en acciones concretas la luminosidad que brota en tales relaciones de encuentro. Es fecunda, porque muestra de forma luminosa los valores más hondos de la vida de un pueblo.

    El calendario -con sus fiestas, sus solemnidades de carácter cívico y religioso, sus actos académicos, sus festejos populares, usos y ritos…- condensa y refleja la rica tradición de un país. De ahí que un hombre, al abrirse a la vida en el seno de un pueblo -que configura un determinado calendario y es nutrido, a la vez, por él-, queda envuelto nutriciamente por el tejido de relaciones que constituye, al hilo del tiempo, la vida de una comunidad humana. El sentido que irradian tales interrelaciones queda plasmado espléndidamente en esos acontecimientos singulares que son las fiestas...

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