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¿Qué perdemos cuando todo está a un click?

“Acceso directo”: La sociedad de la inmediatez ha olvidado la paciencia y lo que significa esperar

 

(aleteia.org).-   La comunicación que se vuelve casi instantánea y en varias direcciones simultáneas, no hace posible la escucha reflexiva ni la visión de lo que requiere procesos lentos. Lo mismo sucede con la información, que es de tal magnitud y sobre tantos asuntos y acontecimientos, que no es posible digerirla, ni mucho menos opinar con algún grado de seriedad y conocimiento.

Como escribía el filósofo y sociólogo polaco, Zygmunt Bauman, “el corto plazo ha reemplazado al largo plazo y ha convertido la inmediatez en ideal último”. La “modernidad líquida”, como llama él a la postmodernidad, disuelve y devalúa el tiempo.

Que las cosas duren deja de ser un valor y se convierte en un defecto, ya sea en las relaciones humanas, los trabajos o un curso de capacitación. Si algo dura, no es recomendable. El advenimiento de lo instantáneo o inmediato lleva a la cultura, las relaciones humanas y los dilemas éticos a un territorio inexplorado, donde la mayoría de los hábitos aprendidos para enfrentar la vida han perdido aparentemente toda utilidad y sentido.

En la “sociedad líquida” -como Bauman la llama-, innovación y novedad son palabras esenciales. Se invoca la innovación en los negocios y en la política, en la educación y en la tecnología, como si el hecho de que las cosas sean novedosas, las hacen automáticamente  buenas y mejores.

Se predican valores como “el que no corre se queda por el camino”, “el que no se renueva queda desactualizado”, “hay que reinventarse” y cosas por el estilo. 

La obsolescencia programada parece trasladarse del mundo de la tecnología a todo lo demás.

El amor en la era de Internet

Cuando las relaciones humanas se viven bajo la lógica de la inmediatez, el amor no puede durar. A diferencia de nuestros objetos de posesión, que pueden configurarse a gusto o desecharlos, los “otros” no pueden ser objetos, porque son personas. Porque si los trato como objetos, ya no estamos ante un “otro”, sino ante una simple cosa que se puede descartar. Y eso no es ninguna forma de amor, sino otra cosa.

La intolerancia a la espera para la respuesta de un mensaje, la imposibilidad de sostener compromisos a largo plazo y la obsesión con las respuestas inmediatas, generan no pocos conflictos entre las personas. Por ello el arte de amar que nos hace felices de verdad, exige un aprendizaje que lleva tiempo y no se adapta a la lógica de la utilidad o de la gratificación instantánea.

La disolución de la mediación

Por otra parte, este modo de pensar y vivir afecta  la comunicación y las relaciones de representatividad. Cualquier mediación o representante son interpretados como pérdida de tiempo, como un obstáculo a la velocidad de la información y a la inmediatez del “contacto”. Los medios digitales nos introducen cada vez más en una lógica de la inmediatez que pone en crisis cualquier intermediario, cualquier mediación o representante.

Todos alzan su voz en directo a sus interlocutores en el enjambre digital, donde todos pueden hablar con todos. Ya no somos meros consumidores o receptores pasivos de informaciones o publicidad, sino productores activos. Esta doble función incrementa exponencialmente el caudal informativo y desaparece el espacio común, para mirarnos unos a otros selectivamente. A través de nuestras “ventanas” digitales, teléfonos móviles o computadoras, no miramos a un espacio público, sino a otras “ventanas”, a otros productores y consumidores de información.

El filósofo coreano-alemán, B.C. Han, en su análisis sobre la relación entre las nuevas tecnologías y los cambios culturales, entiende que las redes sociales como Twitter o Facebook, liquidan la mediación de la comunicación, la “desmediatizan”.

“Cada uno genera información y la vuelca a las redes y esto genera que los periodistas, que siempre eran mediadores, hacedores de opinión, compitan con los millones de opinólogos que diariamente crean contenidos”. Así, la comunicación digital liquida todo centralismo o mediación para la obtención de la información.

Hoy cada uno quiere presentar su opinión sin intermediarios. Esta situación cultural “pone en apuros la idea de representatividad y cuestiona la democracia representativa. Los representantes políticos no se muestran como mediación sino como barreras, como obstáculos para la transparencia y la participación ciudadana. La demanda creciente de presencia personal y que cualquiera puede comunicarse con cualquiera constituye una amenaza al principio de representación”.

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Opinar no es lo mismo que saber

Normalmente la representación tiene un efecto positivo, ya que hace posible la selección y la jerarquización de prioridades y contenidos. Desde una editorial, hasta un programa de investigación, requiere cierta formación intelectual y cultural de quien lo realiza en nombre de otros. Los periodistas pueden escribir reportajes cualificados porque son fruto del sacrificio y la profundidad de una investigación.

Pero la inmediatez de un caudal indiscernible de información nos lleva inevitablemente a la superficialidad, a la falta de rigor y a la carencia de reflexividad.

El lenguaje y la cultura se vuelven vulgares, se publican libros “de fácil lectura” o “de lectura rápida”, o videos de pocos minutos, para poder competir con la avalancha de contenidos de toda clase. Se confunde la libertad de poder opinar con el valor del contenido.

No todas las opiniones son igualmente válidas. Que todos tengan derecho a opinar no significa que todas las opiniones tengan el mismo valor. No es lo mismo opinar que saber. No todas las ideas aportan igualmente al bien de la humanidad.

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La virtud de la paciencia

Decía San Agustín que “la paciencia es compañera de la sabiduría”.Quienes no se dejan arrollar por la lógica de la inmediatez y la permanente innovación, sino que echan raíces en las cosas esenciales de la vida, en lo que realmente nos hace más humanos y mejores personas, pueden ser un oasis de paz y esperanza para tantos que corren sin saber hacia dónde van.

Se necesitan hombres y mujeres que enseñen a vivir, a esperar, a amar de verdad. Se necesitan educadores que ayuden a otros a discernir entre lo banal y lo profundo, que ayuden a pensar críticamente y a salir del círculo vicioso de consumir y consumir sin saber para qué vivir.

La época de grandes transformaciones culturales que nos toca vivir puede generar una tendencia pesimista o excesivamente apocalíptica para algunos, al mismo tiempo que puede  parecer deslumbrante y llena de promesas para los más optimistas. Recuperar la virtud de la paciencia es una de las claves para redescubrir la fortaleza interior del que sabe esperar. Kant escribió que “la paciencia es la fortaleza del débil y la impaciencia es la debilidad del fuerte”.

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