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El cuerpo: espacio teológico

(revistare.com).-Uno de los curiosos distintivos de nuestra época es el nuevo protagonismo del cuerpo, jaleado por la «cultura del selfie» y la publicación en redes sociales. Existe una floreciente industria de la cirugía plástica, con millones de personas bajo en bisturí para «mejorar» su rostro, borrar el rastro del tiempo, eliminar grasa superflua, mantener la silueta con características juveniles. Es un culto al cuerpo, pero a un cuerpo perfecto que en la realidad existe pocas veces.

Y eso hace que  la mayoría de las personas tengan una visión bastante negativa de su propio cuerpo; no se gustan e intentan adecuarlo a las exigencias sociales de belleza. ¿Eso es realmente considerarlo importante? No estoy segura: en el fondo le tratan como si fuera de madera o plástico que puede ser modificado a voluntad y hasta el infinito.

Paradójicamente, termina sucediendo lo mismo en el caso de muchos creyentes, que atribuyen al cuerpo la culpa de la mayoría de los pecados. Y esto se agrava si se trata de las mujeres, tradicionalmente culpadas del pecado llamado original, y tratadas como objetos más o menos útiles incluso por sí mismas. Ambas posturas desembocan en un maltrato del cuerpo.

Pues bien, el ser humano es, para los cristianos, la cumbre de la creación divina. Un ser maravillosamente complejo y semejante a su Creador, y que sin embargo fácilmente se siente incómodo en su propia condición. Ni siquiera la conciencia de ser amados tal cual somos, logra a veces reconciliarnos con nuestros límites. A esto se añade un erróneo modo de leer los Evangelios -el maniqueísmo, que no es cristiano-, y que considerando la materia como el origen de todos los males, ha provocado enormes disparates teológicos y el desasosiego de millones de personas respecto a su radical realidad corporal.

Por ello me gustaría traer a la memoria las extraordinarias -y tan olvidadas- catequesis del Papa Juan Pablo II sobre la Teología del cuerpo. De 1979 a 1984 el Papa santo glosó por qué “Desde que el Verbo de Dios se hizo carne, el cuerpo humano entró por la puerta principal en la Teología”. “El cuerpo humano y sólo él es capaz de hacer visible lo invisible: lo espiritual y lo divino”, decía el Papa, suscitando no poco estupor en la Iglesia de entonces. El Papa reivindicó la importancia del cuerpo tal cual era, como mensaje de amor que Dios daba a cada persona, y como posibilidad de relación con los demás seres humanos en concordia y respeto. El Papa lo llamó «hermenéutica del don», es decir, el mensaje de belleza que Dios deja no sólo en la naturaleza, sino en cada persona, que es un regalo para sí mismo y para darlo a alguien en amor sincero. El cuerpo expresa a la persona, y está creado para expresar amor.

Chico mirando abajo
El cuerpo manifiesta a la persona

En esa misma línea, y rescatando a las mujeres de un estigma milenario, el Papa señala la corresponsabilidad del varón y la mujer tanto en el momento de la desnudez originaria, en que se sabían regalo de Dios el uno para el otro, como en el de la separación que ambos hicieron respecto a Dios mismo por desconfiar de su Amor (“es que él no quiere que seáis inmortales…”). Ambos le creen al Tramposo que Dios les ha engañado. Corresponsables. No Eva culpable y el pobre Adán un acarreado inocente.

El primer efecto de ese pecado de desconfianza hacia Dios es la ruptura de una vivencia profunda de natural comunión entre ellos, y la atribución al cuerpo como origen del pecado y el engaño. Entonces se cubren: sienten miedo, temor de no ser aceptado y aceptada tal como son, por el otro y por Dios mismo. Y empieza la dinámica perversa del dominio-sumisión, de la lucha por el poder sobre el otro, de la tristeza y la melancolía.

Pero en esas catequesis el Papa recuerda que “donde abundó el pecado sobreabundó la Gracia”; reivindica la dignidad del cuerpo, la santidad de la relación entre varón y mujer cuando se basa en el respeto y la acogida del otro como “otro yo en la misma humanidad”; la radical llamada de Dios para que vivamos en comunión, que no puede darse más que a partir de nuestra realidad corporal y física. “El cuerpo expresa a la persona”, y “está diseñado para expresar amor”. Amor de muchas formas: fraterno, filial, amical, de pareja.

Juan Pablo nos invitaba a arraigarnos en la Redención, en esa maravillosa paz y alegría que da el sentirnos y vivir salvados del pecado y a seguir, “a precio de firmeza” el camino cristiano de entrega fiel y respetuosa a los demás para vivir la comunión de las personas a la que Cristo nos llama.

Para eso tenemos, por su gran Amor, el alimento cotidiano de su Cuerpo, que nos une con Jesucristo y entre nosotros, y hace presente ya aquí la concordia del Cielo. Un regalo extraordinario que se añade a aquel primordial de nuestro cuerpo. ¿Cabe espacio para la tristeza?

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