Jornada Mundial de la Comunicación

Llamados a quitarse las sandalias. Reflexión sobre el Mensaje de Francisco

 

Por: Mons. Dario Edoardo Viganò,

Prefecto de la Secretaría para la Comunicación de la Santa Sede

 

Llamados para comunicarse como hijos de Dios

El evangelista Mateo recuerda las palabras de Jesús: “No llame “padre” ninguno de vosotros en la tierra, porque uno es vuestro Padre, el del cielo” (Mt 23,9). Para ello, dice, “todos vosotros sois hermanos”. Para comunicar a los hijos de Dios, por tanto, hay que buscar la forma en que comunicó el Padre y como anunció el Hijo en el cual, por la gracia, somos hijos y hermanos.

En el Nuevo Testamento, el Padre habla del bautismo de Jesús en el río Jordán y durante la transfiguración en el monte Tabor. En el bautismo, Juan el Bautista, y la multitud presente, una voz atraviesa el cielo: “Y sucedió que por aquellos días llegó Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse los cielos y al Espíritu que bajaba hacía él como una paloma. Se oyó una voz desde los cielos: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco” (Mc 1, 9-11). Además de en el evangelio de Marcos, hay otra síntesis del mismo acontecimiento en Mateo y en Lucas (Mt 3, 16-17; Lucas 3, 21-22).

En el momento de la transfiguración de Jesús, sin embargo, en presencia de los tres apóstoles -Pedro, Santiago y Juan- la voz de Dios se revela de manera diferente: “Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo. Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.” (Mt 17, 5-6; Mc 9, 2-7). En el Evangelio de Lucas también encontramos: “Y una voz desde la nube decía: “Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo” (Lc 9, 35).

La voz de Dios Padre, sin embargo, aparece en otro momento importante en los Evangelios, de San Juan (Jn 12). Después de la resurrección de Lázaro, Jesús siente que se acerca la hora final y se dirige al Padre: “Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: “Padre, líbrame de esta hora”. Pero si por esto he venido, para esta hora: Padre, glorifica tu nombre». Entonces vino una voz del cielo: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo». (Jn 12, 27-28).

El Padre, entonces, habla a través del Hijo; lo conocemos por cuánto el Hijo nos dice de Él. Es la confianza con el Hijo, en la familiaridad cotidiana con su Palabra, la empatía con sus pensamientos y sentimientos, que nosotros aprendemos a hablar como hijos de Dios con palabras de misericordia, de acogida, de la profecía. Sin profundizar en el misterio del Hijo de escuchar para aprender el seno del Padre, nuestras palabras serán el fruto estrategias, mas nunca tendrá la fuerza para impactar al corazón, para entrenar el alma en la alegría de la reconciliación y el encuentro con el Elegido.

Sanar las relaciones

La misericordia tiene el poder “para sanar las relaciones dañadas y volver a llevar la paz y armonía a las familias y a las comunidades. […] La misericordia es capaz de activar un nuevo modo de hablar y de dialogar” (FRANCISCO, “Comunicación y misericordia: un encuentro fecundo”). Vivir como hermanos, en el perdón y en la acogida es el resultado de la experiencia de la misericordia, que también se convierte en orientación para renovar la dinámica e instituciones eclesiales.

La contemporaneidad, recordaba Juan Pablo II en su encíclica Dives in misericordia, “parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el concepto de «misericordia» parecen producir una cierta desazón en el hombre, quien, gracias a los adelantos tan enormes de la ciencia y de la técnica, como nunca fueron conocidos antes en la historia, se ha hecho dueño y ha dominado la tierra mucho más que en el pasado (cf. Gén 1, 28)”.

El Jubileo Extraordinario de la Misericordia, a cincuenta años del Concilio Vaticano II, renueva en la Iglesia la responsabilidad y la alegría para emprender el camino de la misericordia no como disminución de los rigores de la justicia, sino más bien como una manera de mostrar que Dios no sólo hace gestos de misericordia, sino que Él mismo es misericordia. Como Benedicto XVI nos ha recordado en su encíclica Deus caritas est. “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16). Estas palabras de la Primera Carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino […].Por eso, en mi primera encíclica deseo hablar del amor, del cual Dios nos colma, y que nosotros debemos comunicar a los demás”.

Este es el don que la Iglesia desea expresar con gestos y palabras, testimoniando en las calles del mundo que la misericordia abre las puertas al futuro, se preocupa del camino que hay que seguir, en lugar de mirar al pasado marcado por los fracasos.

Vale la pena recordar el Evangelio de Juan (Jn 8), el encuentro entre Jesús y la adúltera y de sus agresores: “Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?». Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?» (Jn 8, 3-11).

Jesús se compadece, comparte el sufrimiento de la mujer. A diferencia de los acusadores, que miraban el pasado pecaminoso de la mujer guardaba, Jesús se levanta (como para indicar la idea de un resurgir, de un nacer de nuevo) y le ofrece el perdón que abre un nuevo camino. Además, “los misericordiosos tienen un amor incontenible hacía los pequeños, los enfermos, los pobres, los que han sido humillados y han sufrido abusos, los que sufren injusticias y los que fueron expulsados, hacia aquellos que están atormentados y afligidos; ellos son cercanos a quienes han caído en el pecado y la culpa. Ninguna miseria es tan profunda, ningún pecado es tan terrible, como para que no se pueda aplicar” (D. Bonhoeffer, Discipulado, Queriniana, Nueva York 1997, p. 103).

 

Quitarse las sandalias

“Comunicar significa compartir y para compartir se necesita escuchar”. Escuchar es un acto de humanidad, de un encuentro con el otro, lo que indica una desaparición de uno mismo, un “martirio” del yo para dar voz, espacio, a otro. “En la escucha se consuma una especie de martirio, un sacrificio de sí mismo en el que se renueva el gesto realizado por Moisés ante la zarza ardiente: quitarse las sandalias en el «terreno sagrado» del encuentro con el otro que me habla (cf. Ex 3,5)”. (Francisco, “Comunicación y misericordia: un encuentro fecundo”).

Escuchar es un dejar habitar, hacer experiencia del don de otro. Esto es lo que escribió Efrén el Sirio sobre el nacimiento de Jesús. Es María quien habla:

“Con ti comienzo y espero acabar contigo. Si yo abro la boca, Llena tu mi boca. Soy de una tierra que y eres el agricultor: sembrando en mí tu voz, tú que te siembras a tí mismo en el vientre de tu madre “.

(Efrén, el Sirio, Himnos sobre la Natividad 15.1).

Efrén el Sirio vuelve a leer el nacimiento de Dios en la Virgen María, como una acción de escucha de la misma vida de Dios “como por el pequeño oído de Eva la muerte ha entrado, lo mismo a través de un oído nuevo, el de María, la vida llegó y nos fue concedida” (Efrén el Sirio, Himnos sobre la Iglesia, XLIX, 7).

La escucha afina los sentidos cuando se configura a través del silencio que es “parte integrante de la comunicación y sin él no existen palabras con densidad de contenido. En el silencio escuchamos y nos conocemos mejor a nosotros mismos; nace y se profundiza el pensamiento, comprendemos con mayor claridad lo que queremos decir o lo que esperamos del otro; elegimos cómo expresarnos.” (Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales: “Silencio y Palabra: camino de evangelización”).

Es en silencio donde tomamos cuenta de la presencia del Señor, tal y como recuerda San Agustín: “nuestra alma necesita la soledad. En la soledad, si el alma está atenta, Dios se deja ver. La multitud es ruidosa: para ver a Dios el silencio es necesario” (San Agustín, Comentario al Evangelio de San Juan, Nueva Ciudad, Roma, 1968, p 405.).

Es en el silencio, en conseguir escuchar, donde nos aferramos al susurro de Dios que muestra su amor incansable hacía nosotros: “como se dice, no hay peor sordo que el que no quiere oír. Si Dios es el autor de la Biblia, entonces es el autor de la antropología que le ofrece al hombre. Si en la Biblia es Dios quien escribe el texto para explicar a los hombres su idea de hombre, entonces puede comportarse como cualquier padre real y auténtico maestro: repite, esperando con ansiedad la respuesta del hombre. […] Todos tenemos que escuchar, estudiar y comprender “(S. Petrosino, “Creación y misericordia”, en MISSIO, los testigos de Dios, testigos de la misericordia, Missio, Roma 2012, pp. 7-13, p. 8)

 

Redes digitales, entre la responsabilidad y la proximidad

El desarrollo de la tecnología hace que sea posible una proximidad que antes era más compleja: si en la Edad Media, las reuniones tenían una velocidad de peatones, ahora se multiplican las formas de interacción, intercambio y encuentro. Es el “poder de la comunicación como proximidad” (Francisco, “Comunicación y misericordia: un encuentro fecundo”). Esta visión guía la reflexión sobre la comunicación como una relación y, por lo tanto, “No basta pasar por las calles digitales, es decir simplemente estar conectados: es necesario que la conexión vaya acompañada de un verdadero encuentro. […] Las estrategias comunicativas no garantizan la belleza, la bondad y la verdad de la comunicación. El mundo de los medios de comunicación no puede ser ajeno de la preocupación por la humanidad, sino que está llamado a expresar también ternura. La red digital puede ser un lugar rico en humanidad: no una red de cables, sino de personas humanas”. (Francisco, Mensaje para la XLVIII Jornada Mundial de las Comunicaciones: “Comunicación social al servicio de una auténtica cultura del encuentro”).

La polarización de un entusiasmo ingenuo o una visión apocalíptica del mundo digital no ayudará mucho, ni mucho menos las prácticas educativas. Hoy asistimos a una expansión de las diversas formas sociales entre sí, sin prioridad lógica o temporal. Se puede compartir una experiencia primero a través de las redes sociales y luego ser parte de un grupo y tener un encuentro, y puede ocurrir al contrario: después de un retiro entre los jóvenes de una diócesis se puede seguir cultivando la reflexión a través de las redes sociales.

Es una apuesta para jugar de manera responsable, como recuerda Adriano Fabris: “Se trata […] de recuperar, en relación con las nuevas tecnologías, la dimensión de una respuesta real: los criterios y los principios que garantizan el funcionamiento y darles valor. […] Cada uno de nosotros, en persona, es responsable en la medida en que se suma en una relación que lo implica, y lo asume reflexivamente […]. Quien es responsable es responsable no solo de las relaciones que dependen de cada uno propiamente. […] Es el responsable de la misma naturaleza de las relaciones en las que está involucrado: el alcance general en que se desarrolla su obrar” (A. Fabris, Ética de las nuevas tecnologías, la escuela, Brescia 2012, pp. 133-134). Esto nos puede ayudar a pensar lo que está ocurriendo en los cuentas de Twitter e Instagram del papa Francisco.

 

 

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